martes, 24 de abril de 2007

REPORTE FINAL!

INSTITUTO TECNOLÓGICO DE ESTUDIOS SUPERIORES DE OCCIDENTE

DEPARTAMENTO DE FILOSOFÍA
Y
CIENCIAS SOCIALES
TÉCNICAS Y MÉTODOS
DE
INVESTIGACIÓN

Reporte

“La vejez desde la vejez:

La muerte y el morir en el anciano del
Asilo San José”



MAESTRO: Luis Rodolfo Moran Quiroz

ALUMNA: García Remus María Guadalupe

Guadalajara, Jalisco, Mayo de 2007

[…] si
algún
aspecto
dramático
tiene
la vejez
no consiste
en
ser viejo,
sino
en haber
sido
joven.

Oscar Wilde
SUMARIO


Introducción


1. La Vejez


1.1 Evolución Psicológica Normal de la Vejez.

1.2 Calidad de Vida

1.3 Relaciones Afectivas

1.4 La Felicidad Conyugal

1.5 Temor a la enfermedad o a enfermarse

1.6 Jubilación

1.7 Temor a la Muerte


2. La Muerte


2.1 El Duelo

2.2 Sobre el Concepto de la Muerte

2.1 ¿Cuál es el significado de la muerte?

2.2 ¿Dónde radica la muerte?

2.3 ¿Quién o qué genera la muerte?

2.4 ¿Quién es el que muere?


3. En relación con las actitudes genéricas ante la muerte en nuestros días

3.1 ¿Cuáles son las actitudes ante la muerte más comunes y determinantes en la existencia humana?


4. Acerca de las actitudes sociales ante la muerte del anciano


5. Sobre las actitudes del anciano frente a la muerte de los demás


5.1 ¿Cómo afronta el anciano la muerte en un sentido genérico?

5.2 ¿Cómo asume el anciano la muerte de las personas queridas?


6. Sobre las actitudes del anciano ante su propia muerte


6.1 Las actitudes de los ancianos ante su propia muerte

6.2 ¿Tienen los ancianos el mismo miedo a la muerte que las personas de otras edades?


7. Algunas variables que determinan las actitudes del anciano ante su propia muerte.


7.1 La Edad

7.2 El Estado Civil

7.3 La Religiosidad

7.4 La Institucionalización


8. Bibliografía
  • INTRODUCCION

    El interés por la vida y el envejecimiento ha sido una constante en la historia de la humanidad, sobresalen dos aspiraciones constantes a través de distintas culturas y momentos históricos, la inmortalidad y la búsqueda de la longevidad. "Distintos mitos como el "Elixir de la vida" buscado por los alquimistas o la "fuente de la vida", presenta en distintas culturas (hebrea, griega, romana) desde la antigüedad hasta hoy, reflejan bien la preocupación por la prolongación de la vida.

    Ciertos vestigios de estos mitos perviven en la sociedad actual: consumo de vitaminas (por ejemplo, vitamina C), tratamientos termales anti-envejecimiento, dietas especiales, programas de ejercicio físico intensivo, entre otros, y forman parte de los métodos que se proponen para mejorar la vitalidad y la longevidad".

    Aunque morir es siempre un proceso individual, es también un acontecimiento que afecta asimismo a aquellos que, de alguna manera se relacionan con quien ha muerto. La muerte adquiere por consiguiente, una dimensión social. Pero, al mismo tiempo y como consecuencia de ello, las actitudes y comportamientos que cada persona adopta ante el hecho de la muerte, sea propia o sea ajena, son el resultado de la conjunción, por un lado de las características y circunstancias individuales y, por otro, del concepto y sentido de la muerte imperante en la sociedad de ese momento y lugar.

    Por ello, para comprender las actitudes que el anciano fue necesario adoptar en un momento determinado ante el hecho de la muerte (ya sea personalizada o sea ajena) fue imprescindible analizar previamente los conceptos y las actitudes que socialmente se mantienen en ese momento histórico y geográfico hacia la muerte y el morir. Esto es así debido a que, como miembros de ese entorno social, también esos conceptos y actitudes vigentes en una sociedad son, con seguridad, compartidos en mayor o menor grado por cada uno de los ancianos que en ella se encuentran.

    Se hace así preciso reflexionar sobre el propio concepto de muerte, sobre las actitudes que en nuestros días existen con respecto a este tema y muy concretamente, sobre las que se dan ante el hecho de morir en relación con los ancianos. Pero no es menos importante conocer la actitud que tuvieron los propios ancianos del Asilo San José frente a la muerte, ajena o propia, y las variables que determinan esas actitudes.










    1. LA VEJEZ

    La vejez no es una enfermedad: es un estado de graduales cambios degenerativos, de lento desgaste, pero no es una enfermedad ni tiene que venir acompañada de dolores ni angustias. Hay enfermedades propias de la vejez, lo mismo que hay enfermedades propias de la infancia; pero eso no quiere decir que la infancia sea una enfermedad, como tampoco es la vejez.

    En el proceso de envejecer ocurren cambios progresivos en las células, en los tejidos, en los órganos y en el organismo total. Es la ley de la naturaleza que todas las cosas vivan cambian con el tiempo, tanto en estructura como en función.

    El envejecimiento empieza con la concepción y termina con la muerte.

    Se hace extremadamente difícil señalar cuándo comienza la vejez. Esto se debe a las numerosas diferencias individuales que existen en el proceso de envejecer. No solamente hay variaciones entre individuos, sino también entre distintos sistemas de órganos. Orgánicamente hablando, el individuo en cualquier edad es el resultado de los procesos de acumulación y destrucción de células, que ocurren simultáneamente.

    Lo prevaleciente es la noción de que la vejez es resultado inevitable del deterioro orgánico y mental. Tal deterioro se hace visible a mediados de la vida. De ahí en adelante, progresa a un ritmo acelerado.

    Envejecer como proceso biológico tiene extensas consecuencias sociales psicológicas. Hasta este momento, la atención de la sociedad se ha orientado mayormente hacia la provisión de ciertos auxilios a los ancianos en sus necesidades biológicas: alimentación, salud física y albergue.

    La vejez es un proceso multifacético de maduración y declinación, pese al hecho de que en todo instante hay lugar para el crecimiento. Las investigaciones de algunos especialistas, señalan que se empieza a envejecer antes de los 65 años. Ya para fines de la cuarta década, hay declinación en la energía física. También aumenta la susceptibilidad a las enfermedades e incapacidades. Se va haciendo cada vez más difícil, mantener la integración personal, así como la orientación en la sociedad.

    Finalmente, de una manera inexorable, unos antes y otros después, viene la declinación general. El individuo acaba retrayéndose de las actividades. Depende mucho de los que le rodean. Si las relaciones con otros son tirantes, el anciano busca el aislamiento y la soledad. El temperamento puede tornarse agrio. Surge en muchos casos la mala salud física.

    Los ingresos económicos pueden ser insuficientes. Hay una multitud de problemas de índole social y psicológica que cae sobre el anciano y sus familiares, la situación no es fácil para la persona vieja ni para sus relacionados.

    El anciano no quiere ser un estorbo. Para los familiares, el hecho de tener la responsabilidad de personas mayores constituye un serio impedimento en el disfrute de sus afanes de vida y en la realización de sus proyectos y aspiraciones.

    En la vejez es muy difícil separar las incapacidades de índole física de los efectos desintegrantes de conflictos que, por ser prolongados y arduos, dejan una huella psíquica profunda en el individuo.

    El proceso de envejecer abarca toda la personalidad. El deterioro en la vejez no es sólo en la estructura, sino también en la función y, por tanto, un resultado de las tensiones emocionales.

    Una vez más se reconoce que la personalidad humana es una integración, una totalidad indivisible. Todos sabemos que una persona sufrida, en el aspecto emocional, envejece físicamente de la noche a la mañana.

    Se debe que reconocer desde un principio que, al encarar la personalidad humana, estamos afrontando un conjunto de fuerzas que estan en interacción con la cultura y la biosfera, es decir, el ambiente total en que se desenvuelve la vida hombre. La lucha del ser humano, en todo momento de su vida, es lucha dentro de un ambiente físico, social y cultural. No se puede negar que a lo largo de la vida se van reduciendo los recursos de adaptación del ser humano. En muchos sentidos, envejecer no es otra cosa que la pérdida de esta capacidad de adaptación.

    Viejo es aquel que ha llegado a su horizonte. Quien se estanca, ha envejecido. Esto no significa que se pase por alto el hecho irrefutable de los años. Se envejece porque transcurre el tiempo por encima de cada persona. Pero también se envejece porque se permite que el tiempo corra por encima de cada una sin aprovecharlo como se debe. Y el tiempo siempre debe aprovecharse de una manera o de otra.

    Hay quien se sienta a esperar la muerte sentado en un sillón o acostado en una cama, sin haber razón alguna para tales poses fatalistas. En casi todas las etapas de la vida, incluyendo la vejez, se podría dar más de lo que se ha dado.


    1.1 Evolución Psicológica Normal de la Vejez.

    Las causas del envejecimiento mental normal según el estudio realizado en el Asilo San José – y sustentado por estudios realizados por el equipo de psicología que labora en dicho lugar – se deben a la intervención de cuatro factores:


    El deterioro progresivo de las propias funciones físicas.


    El declinar progresivo de las facultades y de las funciones mentales.


    La transformación del medio familiar y de la vida profesional.


    Las reacciones del sujeto ante estos diversos factores.

    Los tres primeros factores ejercen sobre el psiquismo humano efectos directos procedentes del deterioro o de las transformaciones sufridas, y efectos indirectos sobre el comportamiento (así la presbicia comporta la disminución de la agudeza visual de cerca, pero también crea la costumbre de mirar las cosas de lejos).

    El último factor provoca diversas reacciones tanto en el plano de las actitudes expresadas como en el de la vida interior.

    Finalmente, estos diferentes factores y sus efectos evolucionan progresivamente, pero en formas de etapas sucesivas. Se comprende en estas condiciones la complejidad del problema y la dificultad de exponer claramente la evolución psicológica de las personas de edad.

    Para muchas personas la vejez es un proceso continuo de crecimiento intelectual, emocional y psicológico. Se hace un resumen de lo que se ha vivido hasta el momento, y se logra felicitarse por la vida que ha conseguido, aún reconociendo ciertos fracasos y errores. Es un período en el que se goza de los logros personales, y se contemplan los frutos del trabajo personal útiles para las generaciones venideras.

    La vejez constituye la aceptación del ciclo vital único y exclusivo de uno mismo y de las personas que han llegado a ser importantes en este proceso. Supone una nueva aceptación del hecho que uno es responsable de la propia vida.

    Comienza a los 65 años aproximadamente y se caracteriza por un declive gradual del funcionamiento de todos los sistemas corporales. Por lo general se debe al envejecimiento natural y gradual de las células del cuerpo. A diferencia de lo que muchos creen, la mayoría de las personas de la tercera edad conservan un grado importante de sus capacidades cognitivas y psíquicas.

    A cualquier edad es posible morir. La diferencia estriba en que la mayoría de las pérdidas se acumulan en las últimas décadas de la vida.

    Es importante lograr hacer un balance y elaborar la proximidad a la muerte. En la tercera edad se torna relevante el pensamiento reflexivo con el que se contempla y revisa el pasado vivido. Aquel posee integridad se hallará dispuesto a defender la dignidad de su propio estilo de vida contra todo género de amenazas físicas y económicas.

    Quien no pueda aceptar su finitud ante la muerte o se sienta frustrado o arrepentido del curso que ha tomado su vida, será invadido por la desesperación que expresa el sentimiento de que el tiempo es breve, demasiado breve para intentar comenzar otra vida y buscar otras vías hacia la integridad.

    El duelo es uno de las tareas principales de esta etapa, dado que la mayoría debe enfrentarse con un sinnúmero de pérdidas (amigos, familiares, colegas). Además deben superar el cambio de status laboral y la merma de la salud física y de las habilidades.

    Para algunas personas mayores la jubilación es el momento de disfrutar el tiempo libre y liberarse de los compromisos laborales. Para otros es un momento de estrés, especialmente de prestigio, el retiro supone una pérdida de poder adquisitivo o un descenso en la autoestima.

    Si ha sido incapaz de delegar poder y tareas, así como de cuidar y guiar a los más jóvenes; entonces no sería extraño que le resulte difícil transitar esta etapa y llegar a elaborar la proximidad de la muerte. Estas personas se muestran desesperadas y temerosas ante la muerte, y esto se manifiesta, sobretodo en la incapacidad por reconocer el paso del tiempo. No lograron renunciar a su posición de autoridad y a cerrar el ciclo de productividad haciendo un balance positivo de la vida transcurrida.

    Es la etapa en la que se adquiere un nuevo rol: el de ser abuelo. El nieto compensa la exogamia del hijo. La partida del hijo y la llegada del nieto son dos caras de la misma moneda. El nuevo rol de abuelo conlleva la idea de perpetuidad. Los abuelos cumplen una función de continuidad y transmisión de tradiciones familiares. A través de los nietos se transmite el pasado, la historia familiar.

    Por esta razón, una vejez plena de sentido es aquella en la que predomina una actitud contemplativa y reflexiva, reconciliándose con sus logros y fracasos, y con sus defectos. Se debe lograr la aceptación de uno mismo y aprender a disfrutar de los placeres que esta etapa brinda. Entonces, recuerde: hay que prepararse activamente para envejecer, para poder enfrentar la muerte sin temor, como algo natural, como parte del ciclo vital.



    1.2 Calidad de Vida

    La calidad de vida ha sido estudiada desde diferentes disciplinas. Y aquí en el Asilo San José es un tema de vital importancia. Para el grupo de médicos y personal que labora tienen en claro que, socialmente la calidad de vida tiene que ver con una capacidad adquisitiva que permita vivir con las necesidades básicas cubiertas además de disfrutar de una buena salud física - psíquica y de una relación social satisfactoria.

    Entre los investigadores, si bien es cierto, no hay consenso en la definición de “calidad de vida”. N concepto que involucra muchas variables subjetivas satisfacción, felicidad, autoestima...es difícil de medir. Las variables objetivas son de medición más fácil, la economía, el nivel socio - cultural los déficits funcionales, problemas de salud.

    En las sociedades que envejecen a ritmo creciente, promocionar la calidad de vida en la vejez y en la vejez dependiente es el reto más inmediato de las políticas sociales. El creciente aumento de la esperanza de vida, el descenso sin precedentes históricos de la tasa de natalidad, los cambios en la estructura, en el tamaño, en las formas en la familia, los cambios en el status de las mujeres, la reducción creciente de las tasas de actividad laboral entre las personas de cincuenta y cinco y más años, han convertido el envejecimiento de la sociedad en una cuestión de máximo interés. Pero eso es otro tema…

    Son muchas las consecuencias de todos esos procesos, tanto a nivel macrosocial como en las experiencias individuales. Cómo dar sentido a la vida tras una jubilación llegada en muchas ocasiones de forma anticipada e imprevista, cómo hacer frente al mantenimiento de un hogar –en ocasiones con hijos/as dependientes- con una pensión, cómo enfrentarse a la enfermedad crónica y a la dependencia de uno o más miembros ancianos de la familia.

    Son sólo algunos temas que necesitan un abordaje teórico y práctico responsable y riguroso. La sociedad se encuentra ante nuevos retos para los que necesita instrumentos nuevos. Se requiere un concepto nuevo de solidaridad entre las generaciones y entre los distintos grupos, en un mundo cada vez más complejo, más inseguro, más indeterminado.

    La calidad de vida en la vejez tiene que ver con la seguridad económica y con la inclusión social que se asegura por medio de infraestructuras de apoyo y redes sociales. Todo ello promoverá la participación de las personas de edad como miembros activos de la comunidad, una de cuyas funciones puede ser transmitir sus experiencias a las generaciones más jóvenes, al tiempo que comprenden su estilo de vida y los desafíos que les son propios. Todo ello en una sociedad inmersa en procesos que la llevan también a ella a aprender a envejecer.

    La calidad de vida en la vejez dependiente implica necesariamente el apoyo social y familiar a las personas que desean continuar viviendo en la comunidad, siendo cuidadas en familia, para que puedan seguir haciéndolo, al tiempo que siguen desarrollándose todas sus potencialidades hasta el último momento. Eso conlleva el apoyo material y afectivo a los familiares que, con distintos grados de implicación, participan en la acción de cuidar. Desde aquí se ve la necesidad de “políticas” que tengan presente la dimensión femenina de los cuidados de salud, para que no contribuyan a seguir reforzando el rol dependiente de las mujeres cuidadoras.

    En el futuro, un número cada vez mayor de parejas llegará a la tercera edad en etapas discrepantes de la vida. Al haber una proporción mayor de mujeres de mediana edad que trabajan fuera de casa, más hombres se encontrarán con que aunque ellos ya estén a punto de jubilarse, sus esposas todavía estarán muy absorbidas en sus trabajos.

    Puesto que la mayoría de las mujeres son más jóvenes que sus esposos, esta tendencia aumentará - y cuanto mayor sea la diferencia de edad, más se agudizará el problema -. Otro tremendo cambio ha propiciado esta situación.


    1.3 Relaciones Afectivas

    La vida de la mayoría de los ancianos del Asilo San José en edad avanzada se enriquecen por la presencia de personas que cuidan de ellos y a quienes éstos sienten cercanos.

    La familia es todavía la fuente primaria de apoyo emocional, y en la edad avanzada tiene sus propias características especiales.

    La mayoría de las familias de las personas de edad avanzada incluyen por lo menos tres generaciones; muchas alcanzan cuatro o cinco.

    La presencia de tantas personas es enriquecedora pero también crea presiones especiales. Además, la familia en la edad avanzada tiene una historia larga, que también presentan sus más y sus menos. La larga experiencia de afrontar tensiones puede dar confianza a estas personas en el manejo de cualquier situación que la vida ponga en su camino.

    Por otra parte, muchos ancianos aún están resolviendo asuntos inconclusos de la niñez o de la edad adulta temprana. Muchos eventos de la vida son especialmente típicos de la familia de edad avanzada (aunque no se limitan a ellas): volverse abuelo o bisabuelo, retirarse del trabajo y perder al cónyuge.

    Las relaciones personales, especialmente con los miembros de la familia, continúan siendo importantes bien entrada la vejez.

    1.4 La Felicidad Conyugal

    En los ancianos del Asilo San José, otra posible razón por la cual las personas de edad avanzada reportan mayor satisfacción en sus matrimonios – en el caso de los que fueron casadas – es que a esta edad se muestran más satisfecho con la vida en general. Su satisfacción puede surgir de factores externos al matrimonio, como el trabajo, el fin de la crianza de los hijos, ó más dinero en el banco.

    También es posible que consideren que su matrimonio fue feliz como una justificación consciente o inconsciente por haber permanecido en él tan largo tiempo.

    Valoran el compañerismo y la expresión abierta de los sentimientos, como también el respeto y los intereses comunes que se tuvieron.

    Algunos ancianos recuerdan como disfrutaron de su retiro laboral porque les permitió tener tiempo de ocio para viajar, pasar momentos con los hijos y nietos, y perseguir otros intereses, juntos o por separado. No obstante, la jubilación no siempre hace que un matrimonio sea mejor.


    1.5 Temor a la enfermedad o a enfermarse

    La actual cultura occidental, consumista y elitista, ha colocado a la juventud en un lugar privilegiado frente a las demás etapas de la vida. Sin embargo, la felicidad, el bienestar, la productividad, entre otros, se puede desarrollar a lo largo de toda la existencia.

    Ante el “mito de que la vejez”, los ancianos del Asilo San José, lo conciben como una etapa de restricciones, privaciones y sufrimientos debe ser desterrado, y así permitir que los viejos (y en el futuro nosotros mismos) podamos gozar de bienestar y salud hasta el fin de la vida.

    Se puede llegar a viejo sin problemas de salud físicos, ni mentales, todo depende del estado que mantenga previamente una persona. Si bien es cierto que del proceso de envejecimiento no está libre de problemas, la enfermedad no es exclusiva de la vejez como no lo es la salud de la juventud.

    En efecto, la enfermedad puede aparecer en cualquier etapa de la vida, no hay una edad fija. Mientras personas jóvenes y aún niños padecen variadas enfermedades muchos viejos son saludables.

    El hecho de que aparezcan ciertas limitaciones no quiere decir que no se goce de una buena salud. Existe un estado ideal, un bienestar propio de cada etapa de la vida. Y si estas etapas se viven al máximo de cuidado y prevención, se pueden conservar una gran proporción del organismo en forma saludable en la última etapa de la vida.

    La salud y la enfermedad no son acontecimientos que ocupan exclusivamente el espacio de la vida personal. La calidad de vida, el cuidado y promoción de la salud y la mente misma acontecen en el denso tejido social y ecológico en el que transcurre la historia personal.

    La "salud" significa un estado del organismo que no está enfermo; "enfermedad" se relaciona con alteraciones del organismo que perturban su funcionamiento normal.

    Para una buena salud y un comportamiento saludable es importante: La actividad física regular, prácticas nutricionales adecuadas, comportamientos de seguridad, reducir el consumo de drogas, prácticas adecuadas de higiene, desarrollo de un estilo de vida (minimizador del estrés), desarrollo de competencias para establecer relaciones sociales y resolver problemas interpersonales, desarrollo de comportamientos adecuados para el manejo de situaciones, cumplimiento y seguimiento de las prescripciones de salud.


    1.6 Jubilación

    En el asunto del retiro, se encuentran también, muchas diferencias individuales. Hay personas que se retiraron a la vida descansada, sin albergar propósitos ni perspectivas adicionales, a disfrutar tranquila y sosegadamente de los años postreros de la vida, sin que les perturben ansiedades y zozobras.

    Pero también hay personas que habiendo forjado grandes ilusiones, se dan cuenta que al entrar el retiro, no existe aquello de lo que habían soñado. Es hondo el abismo entre la ilusión y la realidad.

    También hay otros individuos que, al entrar a los años de la jubilación, encuentran que tienen por delante muchas otras cosas que hacer, en las cuales ellos no habían pensado.

    Algunos de ellos afirman que, “La vida no tiene que ser fácil para ser maravillosa”. De hecho, la vida fácil es el camino más corto hacia la monotonía. Hay que pensar en un retiro dinámico, disparado hacia el porvenir. El trabajo debe concebirse en todo momento como un medio de realización personal, aun en los años de vejez. La persona retirada debe conservar siempre el derecho a ser útil y a serlo con dignidad. Cada individuo debe descubrir a tiempo sus capacidades y limitaciones.

    La vida activa en la vejez será posible siempre y cuando la persona haya planeado su retiro desde el punto de vista financiero, a fin de que no le sorprendan las estrecheces económicas.

    Condición esencial además es que se disfrute de una razonable salud física y mental. Las muertes rápidas después del retiro son frecuentes, pero hay pruebas de que la mala salud precede el retiro y no lo sigue. Hay individuos que se retiraron a una edad temprana, tan pronto sus ingresos lo permitan, para así abandonar el trabajo como dominio principal de ocupación personal y poder dedicarse a actividades que les resultan más satisfactorias.

    La higiene mental es clara y precisa en su recomendación de la vida activa. La actividad es un atributo de la persona mentalmente saludable. Para que la vida tenga propósito, dirección y sentido, requiérese que el individuo defina un plan de acción que tienda a conseguir ciertos objetivos convenientes para él y aceptables para el grupo social del cual es miembro.

    Este plan deber ser de tal naturaleza que absorba el interés y la atención de las persona. La vida saludable ineludiblemente exige actividades que repercutan en sentimientos de satisfacción. La pasividad estanca y deteriora. Los propósitos que lleven a la persona a concentrarse en la tarea de realizarlos tienden a impedir su desintegración, evitando que surjan preocupaciones enfermizas.

    El retiro, tal como indica la situación actual, constituye un problema social para muchas personas.

    En el momento de retirarse, con frecuencia la persona se encontraba ya con sus hijos independizados. En numerosos casos existió una condición de viudez. Un retiro inesperado, como a veces ocurre, puede provocar un colapso total.

    El ser humano necesita vivir en sociedad. La soledad engendra inseguridad. Depresión y deterioro.

    A lo que se llama felicidad es en gran parte el producto de las relaciones con los demás. Si se observa que esta vida de relación se deteriora, es de esperar que un acoso de sentimientos de soledad e incertidumbre.

    Todo individuo normal necesita mantener un mínimo de intercambio con su ambiente social. No hay duda de que hay personas que aceptaron el retiro como una liberación de las exigencias sociales. Por otra parte, hay otras que rehuyeron tenazmente tal situación, dado que el retiro constituyó para ellas una admisión de derrota, de dejar de ser, de cesar en sus funciones como miembro útil del cuerpo social.

    1.7 Temor a la Muerte

    Si bien, el hombre es el único ser viviente que tiene conciencia de la muerte y, por tanto, la teme. Se nace sin conciencia de que algún día se debe morir, pero pronto se advierte de manera creciente de que la vida tiene un ciclo: nacer, crecer, declinar y morir.

    Los ancianos del Asilo San José ante la muerte, hacen una recapitulación de la vida, de la siguiente manera: si se ha llevado una vida de provecho, si se han dejado huellas decorosas en el mundo, si se ha vivido digna y eficazmente, si a la hora de hacer el balance pesan más los créditos que los débitos, si se experimenta la satisfacción de haber vivido plenamente, habiéndose realizado en forma adecuada y ayuda a los semejantes, si la conducta estuvo razonablemente regida pro elevados valores éticos, entonces la muerte no será la experiencia difícil y angustiosa que es para aquellos que no han sabido dar un significado noble a su vida.

    A pesar de que hay grandes diferencias individuales en lo que se refiere al encaramiento con la muerte, desde el individuo que la afronta con serenidad hasta aquel que experimenta una tremenda angustia, casi todos los seres humanos temen a la terminación de su existencia.

    Se tiene conciencia de que algún día se ha de morir. A algunos les angustia saber que eventualmente van a desaparecer del escenario de la vida y que ésta seguirá su marcha sin su presencia. Saber que después de la muerte se irá lentamente muriendo en el recuerdo de la gente, en la memoria de los familiares y de la sociedad, ese ir desapareciendo gradualmente en todos los particulares, he aquí uno de los orígenes de la angustia y el terror de la muerte.

    El anciano piensa más en la muerte que el individuo de edad mediana, dado que aquél está más próximo a ella. Aunque con el avance de los años el individuo va resignándose al hecho de que cada día se acerca más a la tumba, por la misma razón el tema de la muerte está más presente en el pensamiento del anciano como algo que se espera, como algo inminente.

    La investigación realizada en el año 1995, por Alexandra Meneses Zuluaga sobre "Actitudes frente a la muerte en personas de la tercera edad", pretende dar cuenta, la actitud que tienen las personas de la tercera edad frente a la muerte, dado que se asume "que a esa edad hay más cercanía a la muerte". En muchos casos cuando muere un anciano se escuchan expresiones como: "ya era hora", "había vivido muchos años", " se fue a descansar".






























    2. LA MUERTE

    La muerte misma puede ser desconocida, pero la separación y la pérdida son una áspera realidad tanto para quienes deben irse como para quienes se quedan.

    Se deja atrás toda una vida de pensamientos, sentimientos y relaciones cuando finalmente nos despedimos. En las últimas etapas de la vida salen a la superficie los sentimientos mutuos y la experiencia originada por la separación.

    Puede haber ansiedad y desesperación ó puede haber un nuevo sentimiento de intimidad y realización, incluso la muerte, para la que se cree estar preparados, puede hacer que la persona se sienta vacía y sacudida cuando sucede. Si se supone que todas las personas mayores están "listas" para morir, entonces, algunas veces, puede pasar que su pérdida no afectará mucho a sus sobrevivientes.

    No resulta sencillo determinar cuándo es que una persona ha muerto.

    Se distingue entre muerte fisiológica y muerte clínica. En el caso de la muerte fisiológica, todos los órganos vitales dejan de funcionar y el organismo no puede seguir subsistiendo en ningún sentido del término. Al ser privadas de oxígeno y de nutrientes las células del cuerpo van muriendo gradualmente. La muerte clínica consiste en la terminación de toda la actividad cerebral, indicada por la ausencia de ondas cerebrales. El organismo humano deja de operar como una unidad mente – cuerpo autosuficiente, aunque el corazón y los pulmones pueden funcionar con apoyo artificial.

    2.1 El Duelo

    La pérdida de un ser querido es uno de los acontecimientos más estresantes de la vida. La pérdida es seguida de un período de luto y de aflicción por la persona fallecida. El proceso de duelo puede durar un breve período o no terminar nunca.

    Las reacciones al duelo se presentan en cuatro niveles.


    Reacciones Físicas. El duelo es acompañado por una amplia gama de reacciones físicas que pueden incluir al insomnio, la falta de apetito o el comer en exceso, las molestias estomacales, diarrea, fatiga, dolores de cabeza, insuficiencia respiratoria, sudoración excesiva y mareos.


    Reacciones Emocionales. Estas incluyen la depresión, abatimiento, llanto, conmoción e incredulidad, enojo, ansiedad, irritabilidad, preocupación y pensamientos del fallecido, sentimientos de desamparo, dificultad para concentrarse, olvidos, apatía, indecisión y aislamiento o sentimientos de soledad.


    Reacciones Intelectuales. Estas incluyen los esfuerzos por explicar y aceptar las causas de la muerte de la persona y en ocasiones de racionalizar o tratar de comprender las razones de la muerte. La gente desea saber qué fue lo que sucedió y porqué pasó. Una reacción intelectual común al duelo es la idealización, es decir, el intento por purificar la memoria del fallecido disminuyendo mentalmente sus características negativas.


    Reacciones Sociológicas. Las reacciones sociológicas al duelo incluyen los esfuerzos de la familia y los amigos para unirse y compartir la experiencia y ofrecerse apoyo y comprensión. La reacción sociológica también incluye los esfuerzos por reorganizar la vida después de la pérdida: los reajustes financieros, la reorientación de los roles de los roles familiares y comunitarios, el regreso al trabajo, la reanudación de actividades sociales y comunitarias.

    2.2 Sobre el Concepto de la Muerte

    Entrar a analizar el concepto de muerte es intentar abarcar un mundo casi infinito de posibilidades (Blanco Picabia, 1992a) que se han intentado abordar adoptando muy distintas perspectivas. Por un lado, lo que la ciencia y los acontecimientos que de ella se derivan nos aportan sobre su naturaleza. Por otro, la percepción, introyección y recreación que cada individuo realiza de ese suceso objetivo y real y que se convertirá en subjetivo en función tanto de las idiosincráticas características de personalidad de cada individuo, como de las normas y los conceptos vigentes en la sociedad en que viva esa persona. Unas normas y conceptos que, en mayor o menor grado, son compartidas por todos aquellos que forman parte de un mismo marco cultural. Y tanto si nos centramos en el tema adoptando una perspectiva como la otra, la muerte se muestra lo suficientemente compleja, ambigua y desconocida como para escapar una y otra vez a todos los intentos de aprehenderla intelectualmente y conceptualizarla.
    Así y partiendo de que no hay una respuesta rigurosamente ajustada y comúnmente aceptada a una definición de muerte (Blanco Picabia, 1993) e independientemente de los planteamientos personales que ante la misma se puede adoptar, la acepción más comúnmente aceptada, por lo evidente e innegable, es que la muerte es la cesación o el término de la vida (Diccionario de la Academia de la Lengua Española, 1992).
    No obstante y a pesar de la aparente objetividad de esta definición, resulta confuso situar en el tiempo el tránsito de vida a muerte, el momento en que se produce radicalmente el término de la vida. Esta dificultad proviene del hecho de que la muerte no se produce en un instante preciso; es un proceso que va afectando progresivamente a las distintas partes del organismo (Thomas, 1991), lo cual hace difícil determinar el momento preciso en que podemos decir que un sujeto está completamente muerto, que no queda ninguna vida en su organismo. Así, por ejemplo, a pesar de que se haya diagnosticado la muerte cerebral (uno de los criterios médicos actualmente considerados como de mayor objetividad para determinar la muerte del individuo) todavía existen en su organismo células con su código genético único, irrepetible y totalmente característico, que siguen multiplicándose y por tanto, viviendo. De hecho, es frecuente comprobar cómo al producirse la muerte cerebral se pueden mantener los órganos más importantes del cuerpo en funcionamiento (con más o menos ayuda artificial), posibilitando de esta manera la donación de órganos. Así como podemos asistir también en muchos casos a la negativa de los familiares a aceptar que el sujeto haya muerto alegando que todavía se le puede ver respirar.
    Pero las dificultades para encontrar un criterio objetivo o una definición de muerte se multiplican cuando intentamos abordar el concepto subjetivo y vivenciando la muerte. Desde esta perspectiva, la definición de muerte como terminación o cese de la vida resulta insuficiente para abarcar en toda su complejidad lo que para cada ser humano, independientemente del momento evolutivo en que se encuentre, significa el hecho de morir. Basándose en ello, es por lo que puede afirmar Charmaz (1980) que existen tantas maneras individuales de conceptualizar la muerte como individuos. Una idea que ya muchos años y mucho más bellamente había expresado Unamuno, en 1912: Dos entes vivos difieren en cuanto la vida de ellos es distinta y como vivir no es lo mismo para los dos, tampoco morir (que, por lo pronto, es dejar de vivir) significa lo mismo.
    ¿Cómo podríamos sistematizar y organizar la gran cantidad de variables, informaciones y sentimientos que interactuando confieren su inabarcable complejidad a la simple palabra “muerte”? Podríamos intentarlo respondiendo a algunas preguntas: ¿Qué puede significar ese concepto?, ¿Dónde radica el fenómeno?, ¿Qué la produce?, ¿Quién es el que muere?

    2.2.1 ¿Cuál es el significado de la muerte?

    Así, en función del concepto del que dotemos a la vida, adquirirá la muerte un significado especial. Puede entonces ser entendida como el principio de una nueva existencia, despojada del cuerpo que la aprisiona o como el final de una etapa detrás de la cual no hay nada, o al menos nada conocido.
    Estos conceptos de muerte son tan sólo una muestra de los posibles planteamientos que, de manera amplia y difusa, el hombre adopta ante la muerte. Pero hay asimismo que tener en cuenta que estos conceptos van a adquirir matices diferentes al ser asimilados por cada individuo concreto. Se hacen así precisas varias puntualizaciones a este respecto:

    a) La primera distinción que se hace aquí necesaria, es diferenciar entre el concepto que cada uno de nosotros tiene de lo que es la muerte en general (como evento que afecta a todo aquello que nos rodea pero que sólo nos afecta de una manera más o menos indirecta) y el concepto de esa misma muerte cuando es puesta en relación con uno mismo (lo que ocurre con mayor frecuencia cuando el sujeto llega a la vejez). Fruto de esta distinción el concepto personal de muerte se torna paradójico (Thomas, 1991):

    La muerte en general, en abstracto, ajena, se acepta como algo cotidiano pero, sin embargo, cuando atañe a lo personal, siempre parece lejana, sobre todo en la juventud (son los otros los que mueren).

    La muerte se acepta a nivel consciente y racional como un hecho natural pero se vivencia en lo personal como un accidente, arbitrario e injusto, para el que nunca estamos preparados. Ni a pesar de que, como es el caso de los ancianos, se sea consciente de su mayor proximidad y posibilidad de concurrencia.

    La muerte es concebida como algo aleatorio, indeterminable ya que no sabemos el cuándo ni el cómo ni, sobre todo, el por qué. Pero el progreso de la estadística, los avances médicos y la difusión de conocimientos biológicos y epidemiológicos nos hacen creer que podemos estimar el momento en que probablemente ocurra y que con frecuencia (y quizá como manera de defendernos de la angustia que nos provoca) se suele relacionar con la edad madura.

    La muerte es universal; todo lo que vive está destinado a perecer o desaparecer (lo que de alguna manera trivializa el acto de morir). Pero es también única ya que la muerte constituye para cada uno de nosotros un acontecimiento sin precedentes y que no se ha de volver a repetir.

    b) El segundo aspecto que hemos de considerar es que la muerte es un fenómeno multidimensional que, por ejemplo, para Folta y Deck (1974) comprenden al menos tres aspectos:

    La muerte como proceso, es decir, la agonía (o el proceso de morir).

    La muerte como acto, concepto abstracto de finalidad, el acto final de la vida del hombre (la muerte propiamente dicha).

    La muerte en cuanto que entraña unas consecuencias, fenómeno metafísico que supone el final de algo o el principio de otro algo para el fallecido (el más allá de la muerte).

    2.2.2 ¿Dónde radica la muerte?

    Si aceptamos que el hombre es un ser bio – psico – social, la muerte igualmente debe ser considerada simultáneamente como ubicada en cada una de esas vertientes (Thomas, 1991):

    Muerte física, que afecta al cuerpo entendido como un conjunto de órganos y sistemas integrados y en equilibrio, y que culmina con la aparición del cadáver y todo el proceso de la tanatomorfosis (enfriamiento, rigidez, livideces, putrefacción y estadio final de mineralización).

    Muerte psíquica, que tiene lugar cuando el hombre deja de tener irreversiblemente conciencia de su propia existencia como ser independiente y racional (como es el caso de los sujetos demenciados).

    Muerte social, que se produce cuando se ha perdido el reconocimiento social de persona, ya sea porque pasa a ser tratado como si ya hubiera muerto (moribundos en centros hospitalarios), como seres sin capacidad de decisión propia (enfermos mentales en hospitales psiquiátricos, deficiencias mentales, etcétera), como un ser que al estar sólo físicamente presente y activo, de facto pasa a la categoría de objeto. Sin embargo, no siempre son los demás los que determinan la muerte social de algunos de sus miembros sino que a veces es el propio individuo el que determina su propia muerte social al considerar que ha dejado de ejercer un papel en la misma y que ya no forma parte de su comunidad, o cuando se retira por unos u otros motivos, de la vida social. (Como quien ingresa en una orden religiosa contemplativa, el depresivo que trata de permanecer en su cama al margen de todo y de todos, el anciano que tras la pérdida de su cónyuge decide encerrarse en casa con sus recuerdos y morir para todo lo demás, etcétera.)

    2.2.3 ¿Quién o qué genera la muerte?

    En función del agente que la causa, la muerte puede ser concebida:

    a) Como algo interno e intrínseco, que procede del propio organismo y con la que, en cierto modo y aunque parezca paradójico convivimos desde que nacemos, o


    b) Como algo que procede de afuera, que siempre representa un accidente, algo que nos llega. Concepción ésta de características más tranquilizadoras ya que significa que se puede intentar evitar o al menos retrasar su acontecer si se abandonan determinados comportamientos, se introducen otros, se evitan situaciones de riesgo, o si se desarrollan lo suficiente los conocimientos científicos.

    2.2.4 ¿Quién es el que muere?

    Como señalan Kastenbaum y Aisenberg (1976), podemos diferenciar dos perspectivas que resultan determinantes a la hora de conceptualizar la muerte; según se plantee la muerte del prójimo o la muerte propia. Afirmando que el hombre desarrolla antes la idea de la muerte ajena que la propia, ya que esta última supone la extrapolación de hechos o sucesos de los que no hemos tenido experiencia (la muerte del prójimo), al concepto en abstracto de muerte (en el que se incluye la muerte personal).
    Es esta incapacidad para percibir nuestra propia muerte la que lleva a algunos autores, a afirmar que el hombre concibe la muerte como inevitable, pero irreal (ya que es algo que percibimos en el otro, pero que en relación con cada uno no tiene realidad puesto que al no poder vivenciarla directamente en la realidad no tenemos conciencia de ella).
    En cualquier caso queda claro que la manera de entender y conceptualizar la muerte (y por tanto, de comportarse ante ella) es muy distinta para cada anciano. Variará según se plantee la muerte como un fenómeno existencial (el fin), que la piense como un fenómeno natural (la terminación de un ciclo), que la piense como muerte de los demás (la pérdida y/o el vacío) o que esa muerte sea planteada como un fenómeno personal, como una muerte propia, como la pérdida de todo lo que se es y se tiene para cambiarlo por algo absolutamente incierto. Planteamientos y conceptos éstos que no son permanentes ni inmutables ni siquiera para cada ser humano, ya que en cada momento se mueve con uno de ellos saltando inconscientemente a otro cuando el primero le resulta excesivamente angustiante o molesto (Blanco Picabia, 1992).

    3. En Relación con las Actitudes Genéricas ante la Muerte en Nuestros Días.

    Las actitudes que el hombre concreto mantiene hacia la muerte, y muy particularmente a medida que ese hombre concreto va teniendo más años, han sido en gran parte, introyectadas según sus propios y particulares mecanismos psicológicos a partir de las existentes en la sociedad (Blanco Picabia, 1992). Así pues, antes de pasar a analizar las actitudes individuales y concretas que cada persona adopta ante la muerte es conveniente considerar (aunque sucintamente para no alejarnos del tema de nuestro tema) tanto los elementos que pudieran intervenir como determinantes de esas actitudes como en lo que se refiere a las más comunes e influyentes de ellas: la negación y el miedo hacia el hecho de la muerte. Pero ello siempre sin olvidar que dichas actitudes responden a una serie de movimientos sociales. Algo que ya fuera magníficamente analizado por Feifel (1977).
    Al reflexionar sobre las actitudes concretas e individuales que cada persona adopta ante la muerte, hemos de reparar necesariamente en algunos de los aspectos que las determinan.
    En primer lugar, la imposibilidad de hablar de una actitud objetiva ante la muerte, a ninguna edad, ni en ningún momento ya que, como subrayara Freud (1918) la muerte propia es inimaginable y, por ello, en lo inconsciente, todos estamos convencidos de nuestra inmortalidad.
    En segundo lugar, la influencia que las circunstancias personales y el contexto determinan, situaciones en las que el sujeto se encuentra y que gravitan sobre sus particulares actitudes ante la muerte. Circunstancias de las que destacan, por su importancia, fundamentalmente dos: a) según el sujeto se plantee la muerte propia o la de otra persona (y aun en este caso variará si se trata de una persona querida o no) y b) según el sujeto se encuentre en una situación en la que se enfrenta directamente con la muerte (cuando hay un peligro inminente) o en una situación en la que se piensa acerca de la posibilidad de la muerte en general y remotamente.
    En tercer lugar, los planteamientos y expectativas que cada uno mantenga con respecto a la muere y que van a determinar sus actitudes ante la misma. Expectativas y actitudes que Blanco Picabia (1992) sistematiza de la siguiente manera:

    a. Planteamiento existencial, en la que la muerte está permanentemente presente en la vida intelectual del sujeto constituyendo uno de los pilares sobre los que elabora sus proyectos y en los que fundamenta su comportamiento y sus actitudes ante la vida.

    b. Planteamiento de la muerte como un fenómeno natural pero ajeno a los intereses directos o inmediatos del que habla, con lo que se intenta eludir la esencia del problema (como intento o forma defensiva evasiva). Algo como lo que ocurre cuando se afirma que “la gente se muere”.

    c. Planteamiento de la muerte como un hecho personal, subjetivo y vivido, que realmente pudiéramos denominar “auténtico” y que consistiría en aceptar la muerte como algo propio y siempre actual. Bajo este planteamiento se encontraría una concepción de la muerte como algo inexorable, personal, privado e intransferible, que está ante cada persona continuamente y que, por ello, supone ser un factor causante de angustia permanente que puede tratar de evitarse bien ignorándolo, o bien tratando de racionalizar esa realidad.


    3.1 ¿Cuáles son las actitudes ante la muerte más comunes y determinantes en la existencia humana?

    Tales factores psicosociales, históricos, económicos, etcétera han llevado a que la actitud social más extendidamente adoptada ante la muerte sea la de la negación. Una actitud que se manifiesta a través de muy distintas conductas: el escamoteo de la muerte, del moribundo y del cadáver, la criogenización, el lenguaje eufemístico utilizado para referirnos a la muerte, las conductas de alto riesgo, el funeral… o las propias actitudes que actualmente se mantienen hacia los ancianos (Petiner, 1977 – 78).
    Son varios los aspectos relacionados con la muerte y el morir que alberga por igual miedo y ansiedad. Estas emociones pueden referirse a distintas facetas del mismo fenómeno. Así puede plantearse el miedo a la muerte propiamente dicha, o al morir, o a lo que ocurra después de la muerte. Y todo ello, nuevamente adquirirá connotaciones distintas en función de que se plantee en relación con uno mismo o con los demás.
    Así, el miedo a la muerte ha sido interpretado como el temor más básico que experimenta el ser humano, del que derivan los restantes miedos a través de su asociación o genérica con la muerte. Y es tan importante este miedo que en muchas ocasiones son utilizados para camuflarlo y hacerlo menos angustiante, otros miedos condicionados que son socialmente más aceptados que el propio miedo a la muerte. Síntomas tales como el insomnio, la depresión, manifestaciones del temor a la muerte (Kastenbaum y Costa 1977; Campbell, 1980; Loneto y Templer, 1986). Quizás, en este sentido, el principal temor asociado a la muerte es el de dejar de ser. Algo justificable por el hecho de que el hombre no se puede imaginar a sí mismo en un estado de “nada”. Además, el dejar de ser representa la separación definitiva de las personas a las que nos unen vínculos afectivos y en muchas ocasiones dan sentido a nuestra existencia.
    Por otro lado, la muerte del otro se asocia con la idea de pérdida que hace que la muerte de ese ser que se le ha muerto a uno implique la pérdida de algo que uno tiene y quiere con algo de uno mismo. Algo que, por consiguiente, hace que cada muerte se convierta en una merma, en una forma de muerte parcial de uno mismo.
    Por si fuera poco, cuando se trata del miedo al morir propio, se incluye la perspectiva del sufrimiento, de forma que la posibilidad del dolor físico convierte el morir en un suceso aún más aversivo. Pero también se teme que la integridad personal, la autonomía y la independencia se vean comprometidos y ello ocasione la pérdida o disminución de la capacidad para satisfacer las necesidades personales que tendrán que ser cubiertas por los demás. Por lo que el miedo a la muerte se convierte en un miedo que lleva asociado el del miedo a la pérdida de dignidad. Finalmente, he de referirme a los sentimientos y ansiedad que la pre – visión del propio cuerpo, reavivado actualmente por la difusión (en muchos casos a través de películas o ciencia - ficción) del posible mercado de órganos para trasplantes.
    Cuando el morir ocurre a nuestro alrededor, en una persona conocida o querida, generalmente va asociado a un doble sufrimiento. Por una parte, sufrimos al ver cómo otra persona se deteriora y sufre. Pero si además, esa persona es alguien cercano y querido, que constituye una parte de la vida propia, su proceso de muerte, despierta en nosotros la idea de la muerte y de la desintegración propia, ya que una parte de nosotros muere con él y constituye una pérdida o muerte parcial en el presente, que además nos anticipa nuestro propio futuro.
    La última faceta del miedo a la muerte, es el miedo a lo que pueda ocurrir después de la muerte, un miedo que se fundamenta en el miedo al castigo y a la idea de que debemos pagar nuestros pecados e infracciones que puede hacer que tengamos una existencia desgraciada en “el más allá” (motivada por el rechazo eterno de Dios). Mientras que el miedo al más allá referido a otra persona, se plantea en dos formas de temor fundamentales: el miedo a que el espíritu de la otra persona nos pueda infringir algún daño en nuestra vida cotidiana (relacionando con el sentimiento de culpabilidad y en estrecha ligazón con el miedo a los muertos) y la creencia de que tal y como nosotros cumplamos y seamos fieles a los últimos deseos y necesidades del fallecido, nuestros supervivientes se comportarán con nosotros cuando nos llegue la hora.

    4. Acerca de las Actitudes Sociales ante la Muerte del Anciano

    Si bien es cierto que el ser humano nunca llega a percibir la muerte como algo normal, es precisamente la muerte del anciano la que se tolera y acepta como un hecho más natural, generalmente por parte de los demás; de los más jóvenes (Blanco Picabia, 1990). Algunas de las causas que se han apuntado para explicar esta mayor facilidad y naturalidad con que se suele aceptar por parte de los demás la muerte del anciano son las siguientes (Blanco Picabia, 1992b):

    a) El distanciamiento cada vez mayor entre los estilos de vida y las modas que imperan culturalmente y que imponen en la sociedad los más jóvenes y aquellas normas de vida que generalmente conservan los ancianos, unas veces porque son las que prefieren y otras porque son las únicas que les están permitidas. Todo esto facilita la no identificación de los más jóvenes con la muerte de personas para ellos muy distintas y distantes de su mundo físico y espiritual.

    b) El hecho de que el anciano esté habitualmente más apartado de la dinámica diaria cotidiana tanto del joven como del adulto, puede causar la impresión de que en parte estuviera ya un poco perdido… o muerto.

    c) A los ojos de los demás, el deterioro que habitualmente sufren muchos de los ancianos antes o después, aparentemente desvaloriza y hace menos apetecible y deseable la existencia y, por consiguiente, convierte en aparentemente menos trágica su pérdida.

    d) Otra evolución de importancia en este contexto es el predominio de la familia nuclear, es decir, de una familia que consta solamente de padres e hijos (Santodomingo, 1976). En estas circunstancias, los ancianos ocupan un puesto menos central en las vidas de sus hijos. Su muerte, al sobrevenir por lo general tras una larga enfermedad, no afecta emocionalmente a la familia o al entorno social en el mismo grado en que pudo hacerlo antaño.

    e) Por otra parte, la sensación de que los ancianos ya han vivido hasta el final y plenamente la propia vida hace que sus supervivientes acepten su muerte más tranquilamente. En cambio, cuando muere un niño o un/a esposo/ a jóvenes, se tiene la impresión de que algo queda inacabado, de que al fallecido se le ha robado la vida y que los supervivientes han sufrido una pérdida mayor que en el caso del anciano.

    f) Generalmente el anciano, tiene menores responsabilidades sociales de todo tipo; quienes le rodean tienen una menor dependencia de él y sus descendientes tendrán, probablemente, mayores posibilidades de sobrevivir por sí mismo que cuando el que muere es una persona joven.

    g) Por otra parte, la muerte es estas edades supone la confirmación del hecho que las personas más jóvenes consideran como “normal”: que la muerte es cosa de viejos. Una idea que les es útil porque les permite sentirla más lejos de ellos. De alguna forma, la pérdida de la vida del joven es vista como la pérdida de algo necesario y útil, mientras que la del anciano es, frecuentemente, vivida como la pérdida de lago necesario, de un lijo, un antojo… o una carga.


    Todo esto ocasiona el que ante la muerte de la persona de edad avanzada, quienes viven la situación, estén o no vinculados a ella, se identifiquen, no ya tanto con el hecho de la muerte o con quien está en trance de fallecer, sino con sus allegados. Son ellos quienes han sufrido o van a sufrir una pérdida y quienes experimentan un dolor y un sufrimiento por ello, que es lo que realmente remueve los sentimientos de esas personas de su entorno.
    Pero todas estas actitudes y comportamientos varían ostensiblemente cuando en lugar de plantearnos la muerte de los ancianos en general, hemos de pensar en la muerte de nuestro abuelo, nuestro anciano padre o nuestra anciana madre o, en definitiva, de nuestro “estimado anciano”. La idea de una pérdida que, como la de la muerte propia, el ser humano intenta relegar de la conciencia (Blanco Picabia, 1990). En este sentido, las diversas investigaciones realizadas al respecto muestran una y otra vez que la muerte de un progenitor tiene la capacidad de ejercer un intenso impacto emocional sobre su hijo adulto, generándole por lo común reacciones de intenso malestar, estrés y/o depresión (Bunch y Barraclough, 1971; Horowitz, Krupnick, Kaltreider y col, 1981; Birtchnell, 1975). Unas reaciones que resultan especialmente problemáticas si previamente existían conflictos en la relación padre – hijo que no fueron adecuadamente resuleltos (Kowalski, 1986).
    Sin embargo, existen una excepción a todo lo dicho y es el hecho de que el impacto emocional que, por lo general, ocasiona la muerte de un familiar anciano, se mitiga cuando éste ha sufrido previamente una dolorosa y prolongada enfermedad. Esto es así porque, en estos casos, la muerte es considerada como el medio de alcanzar una merecida paz y tranquilidad.

    5. Sobre las actitudes del anciano frente a la muerte de los demás

    Ahora bien, nuevamente me encuentro con una diferencia esencial: no es la muerte la misma cosa cuando nos referimos a “las personas”, a “la gente”, que cuando se trata de personas queridas. Son distintas las actitudes de cualquier persona y mucho más del anciano, según quién sea el fallecido.

    5.1 ¿Cómo afronta el anciano la muerte en un sentido genérico?

    Como dije anteriormente, es claro que el hecho de que las actitudes ante la muerte que pueda adoptar una persona están frecuentemente determinadas por el concepto que ese individuo mantenga hacia la misma. Un concepto que, lógicamente, ese sujeto ha ido configurando y modificando a lo largo de su desarrollo evolutivo.
    Así, después de todo un ciclo a lo largo del cual se han ido asimilando criterios, experiencias y sentimientos, es en la vejez cuando parece que se llega a aceptar la muerte como un proceso natural, como algo inevitable (Rubio Herrera, 1981). Una creencia que ha ido haciéndose más extensa conforme iba incrementándose la edad. Así, al cabo del tiempo y en comparación con otros grupos de edad (y pese a lo que se suele suponer comúnmente) la mayoría de los ancianos suelen poseer una orientación activa hacia la muerte y no están de acuerdo con la idea de que se deba ignorar y no hacer planes en relación con ella (testamento, funerales, etc.) Ello sería posible merced a que la muerte parece que podría plantearse para ellos como algo menos terrible que para los jóvenes.
    Pero las personas ancianas no sólo tienen una percepción de la muerte propia como la de algo más inminente, sino que a lo largo de su existencia, con seguridad, habrán tenido mayores contactos con personas que han muerto y/o con el proceso terminal de muchos sujetos enfermos (Urraca, 1985). La muerte del otro se convierte entonces para el anciano en el punto de partida sobre el cual imagina o fantasea acerca de cómo será su propia muerte. De esta manera se va preparando para su propio proceso de “ser en la muerte”. Así es como se explica su frecuente curiosidad en la materia, su querer saber cómo vivieron la muerte sus compañeros, su interés sobre todo por saber si sufrieron, si fallecieron dignamente, etcétera (Thomas, 1991). Por otro lado, se ha señalado que las pérdidas que a lo largo de su existencia puede haber venido acumulando en los ámbitos personal y social pueden también ocasionarse el que cada nueva muerte signifique un aumento de su empobrecimiento y de su soporte en la vida, ya sea afectivo o biológico (Blanco Picabia, 1990). Por ello no será tanto la idea de la muerte como la de pérdida la que con más intensidad suela afligir al anciano.

    5.2 ¿Cómo asume el anciano la muerte de las personas queridas?

    En este sentido, de manera genérica, se acepta que es la muerte del cónyuge la que despierta mayor ansiedad en el anciano. Esta muerte representa para el anciano no sólo la pérdida emocional y afectiva ligada a la desaparición de una persona a la que puede haber estado profundamente unido durante un largo período de tiempo, sino que también representa para unos la ruptura sólo con el rol de esposo o esposa, y para otros la pérdida de su ya único rol en la vida con lo que constituía la única forma de identidad social que le restaba al individuo. De ahí la aparición de cuadros de depresión y ansiedad, de desorientación y de falta de sentido y de propósito de vida, que a partir de ese momento expresan con frecuencia los ancianos. Cuadros, por lo general, que, en estas edades, son más desoladores y prolongados que en otras edades.
    No obstante, también he de reseñar nuevamente cómo, en muchas ocasiones, la existencia de enfermedades previas puede hacer que el anciano prevea con anterioridad la posibilidad de que la muerte de su compañero ocurra en un futuro próximo (O’ Brian, 1990 – 1991), en lo que sería una “anticipación de la muerte” que le podría ayudar a mitigar las posteriores reacciones emocionales, una vez que se hubiera producido el fallecimiento (Ball, 1977; Rando, 1986).
    Pero, si es trascendente e importante para él la muerte del cónyuge, el anciano experimenta la misma o mayor intensidad ante la muerte de un hijo. Se trata de un acontecimiento considerando como una de las pérdidas más dolorosas jamás experimentada en sus vidas (Littlewood, 1992). La muerte del hijo en edad adulta rompe, desde la perspectiva del anciano, el orden natural de las cosas, que es la de que los mueren antes que los hijos. Y al mismo tiempo, destruye la fantasía de inmortalidad que los padres depositan en las generaciones sucesivas.
    A pesar del fuerte impacto que la muerte de seres queridos puede ejercer en la población anciana, distintas investigaciones han empezado a poner de manifiesto que, en ocasiones, son desproporcionadamente mayores las expectativas y preconcepciones que la población, e incluso los profesionales de la salud, mantienen sobre las extremas reacciones tanto fisiológicas como psicológicas esperables en los ancianos en esta situación, que las que real y objetivamente se producen (Wortman y Silver, 1989). Se pone de manifiesto además que, a pesar del impacto que estas muertes ejercen sobre la salud y el equilibrio del anciano, especialmente en las primeras semanas, el anciano es también capaz de desarrollar estrategias de afrontamiento que le permiten superar este estado, sobre todo cuando se le presta la ayuda precisa (Bornstein, Clayton, Halikas y col, 1973; Lund, Caserta y Dimond, 1986).
    Incluso parece ser que las expectativas previas que desarrollan los propios ancianos sobre los cuáles pueden ser sus posibilidades de recuperarse de la muerte inminente de una persona querida, especialmente si se trata de su cónyuge, son más negativas y pesimistas que las que son realmente capaces de desarrollar cuando ya se ha producido la muerte (Caserta y Lund, 1992). Dicho de otra manera, una vez que el anciano tiene que afrontar la pérdida de un ser querido, lo hace con muchas más eficacia de lo que él mismo habría esperado, debido a que pone en marcha y utiliza recursos, tanto internos como externos, de los que no tenía conocimiento o a los que no valoraba como útiles con anterioridad.
    Pero, por otro lado, no se debe olvidar como tantas veces ha sido referido, el hecho de que las circunstancias personales y las redes de apoyo social y emocional con las que cuente el anciano van a representar un factor decisivo y determinante de las actitudes, la intensidad y las características del impacto que la muerte de los demás pueda ejercer sobre él mismo. Durante el matrimonio, los sujetos restringen muchas de sus actividades sociales por la compatibilizarlas con sus familias. Así, el esposo (a) se convierte en la principal fuente de apoyo. Cuando el cónyuge muere, los amigos suelen constituir para los ancianos la principal fuente de compañía e incluso de bienestar. Por ello cuando uno de ellos muere, aparece fundamentalmente un sentimiento de pérdida unido a una toma de conciencia del propio envejecimiento, y a la actualización del conocimiento de la propia mortalidad, pero también a la adquisición de una mayor valoración de la vida (Roberto y Stanis, 1994).
    Connotaciones especiales adquiere la muerte cuando los ancianos se encuentran en una institución – asilos, casa de asistencias, etc. – ya que en ellas no sólo permanecen durante un largo período de tiempo sino que, además generalmente, se encuentran muy mermadas sus relaciones con el exterior. Por ello, la muerte de otro residente significa para el anciano la ruptura de una parte importante de sus escasas relaciones cotidianas. Thomas (1991) refiere que los ancianos institucionalizados reaccionan ante la muerte de sus compañeros de manera bastante uniforme, es una curiosa mezcla de pena, tristeza, de cólera (sobre todo si el moribundo ha sufrido), de alivio (si la agonía fue ruidosa, si el que murió estuvo perturbando durante mucho tiempo el funcionamiento asistencial del establecimiento) e, incluso de satisfacción fatalista (“al menos sigo estando vivo”). En cualquier caso, una vez más, también las actitudes del anciano ante la muerte de un compañero residente van a depender del grado y del tipo de relación que mantuvieron con él, de la personalidad del fallecido y de las circunstancias de su muerte (Matse, 1975). Así, en las instituciones la muerte es pero soportada cuando el fallecido era una persona alegre y jovial. También cuesta más trabajo aceptarla cuando es una muerte repentina que cuando el sujeto padecía una larga enfermedad. De cualquier modo y en casi todos los casos, la muerte de un residente despierta un estado de depresión y ansiedad en el resto de los ancianos ya que le hace pensar en su propia muerte (¿Quién será el próximo? ¿Quizás YO?).

    6. Sobre las Actitudes del Anciano ante su Propia Muerte

    La variedad de concepciones sobre la muerte que he expuesto justifica la disparidad igualmente constatada en los diversos trabajos con respecto a las actitudes que ante al muerte adoptan los propios ancianos. Así, la bibliografía ofrece un amplio surtido surtido de trabajos significativos en relación con las actitudes con las que habitualmente los ancianos se enfrentan a su propia muerte y muy particularmente, a la polémica de si el temor de los ancianos a la muerte es superior o inferior al de las personas de otras edades. Estos dos aspectos son los que ahora hay que abordar.

    6.1 Las actitudes de los ancianos ante su propia muerte

    Como es lógico, muchas son las posibles actitudes que podemos encontrar y que de hecho ponen de manifiesto los diferentes trabajos que se han realizado. Por ejemplo:

    Actitud de indiferencia: “era normal que un día sucediera…”, “a todos nos toca”, “yo ya soy demasiado viejo (a)”, etc.
    Actitud de temor: quizá no tan ligada a ala muerte como a todo aquello que la precede (temor al dolor, al sufrimiento inútil, etc.)
    Actitud de descanso: experimentando sobre todo por personas que han sufrido mucho en su vida o que padecen una enfermedad crónica.
    Actitud de serenidad: el anciano tiene conciencia de haber vivido una existencia plena, de haber sido útil a los demás.

    De todas ellas y como lo citaré más adelante, se considera como la que con mayor propiedad caracteriza a los ancianos, el adoptar una orientación activa hacia la muerte, producto de la mayor aceptación que a estas edades se produce del hecho de morir, tanto a niveles genéricos – la muerte de los demás – como particulares: la muerte propia y/o seres queridos.

    6.2 ¿Tienen los ancianos el mismo miedo a la muerte que las personas de otras edades?

    Dentro de las posibles actitudes ante la muerte, no cabe duda de que miedo y ansiedad son las dos más importantes y con una mayor capacidad de influencia sobre la vida de las personas. Ello es lo que justifica el que uno de los aspectos más referenciados en los distintos estudios realizados en relación con las actitudes de los ancianos ante su propia muerte personal sea su orientación activa hacia la misma, y la aparentemente escasa ansiedad y temor que ese fenómeno les suscita (Kubler – Ross, 1974; Marshall, 1978). Así, se llega a afirmar que los ancianos aceptan más y mejor que los sujetos de otras edades la muerte, en general, y su propia muerte, en particular.
    En principio, la hipotética de menor intensidad del temor a la muerte en las personas mayores de 65 años podría justificarse, según el clásico trabajo de Kalish (1976) como consecuente de tres circunstancias:

    a. La disminución del valor que socialmente hoy se le da a sus vidas y que el propio anciano también asume y comparte, haciéndole reconocer lo precario de su futuro y las limitaciones que progresivamente le esperan en todos los niveles (afectivo, económico, etc.). Pérdida de valor que se acrecienta aún más al observador la escasa repercusión que la muerte de otros ancianos tiene sobre las personas que los rodean. Particularmente esto es así en los ancianos que residen en instituciones.

    b. En función de las expectativas que, como consecuencia de la media de vida existentes en su medio y momento histórico, los ancianos van asumiendo y que les hacen tener conciencia de que se acercan al límite. Es decir, la sensación y el conocimiento de que ya han vivido “lo suyo”, cuando les correspondía.

    c. Lo que se ha llamado la “socialización de la muerte”. Un término que presupone que el sujeto se habrá ido haciendo a la idea de que se ha ido aproximando su hora, a medida que iba viendo morir a los demás.

    Pero aunque esta menor ansiedad ante la muerte ha sido sistemáticamente constatada en varios estudios (Kastenbaum, 1969; Kalish y Jhonson, 1972; Feifel y Brascomb, 1973; Thorsón y Powell, 1988), son también varias las interpretaciones alternativas que se han apuntado. Así por ejemplo, Feifel y Branscomb (1973) puntualizan la necesidad de diferenciar tres niveles de conciencia en las respuestas del sujeto ante la muerte: a) nivel consciente (cuya respuesta dominante ante la muerte es el de rechazo); b) nivel imaginario (respuesta ambivalente) y c) nivel inconsciente (respuesta predominantemente negativa). Y que podría darse la circunstancia de que cada uno de estos tres niveles pudiera tener contenidos contradictorios con los demás.
    La actitud positiva ante la muerte y la mayor acomodación al hecho de su extinción personal que, para algunos, presentan los ancianos, se pueden producir tanto a nivel consciente como de fantasía. Pero a niveles inconscientes, los datos apuntan en el sentido de que en el anciano aparece la misma ansiedad que a otras edades. Por tanto, la actitud ante la muerte presentada por los ancianos es el resultado de un balanceo entre la aceptación y el rechazo de la muerte personal. Aceptación o rechazo que están directamente relacionados con la necesidad de adaptarse a ella y de organizar los propios recursos para enfrentarse a todo lo que la acompaña, pero también de los recursos disponibles, reales o supuestos, del apoyo afectivo, de la propia historia de experiencias del sujeto, etc.
    Por todo ello, podemos considerar que el hecho de que el anciano tenga una mayor conciencia de que ha de morir, lo tenga más asumido y con ello esté en mejores condiciones de abordar en sus relaciones interpersonales el tema con mayor frecuencia y naturalidad, no implica necesariamente que no sienta el mismo temor y ansiedad ante la idea de su muerte que la que siente cualquier otra persona.
    Finalmente, diré que, aunque he venido insistiendo reiteradamente en la necesidad de diferenciar entre la muerte y el morir, en el caso de los ancianos (más conscientes del devenir de su propia muerte) esta distinción parece hacerse aún más necesaria. En este sentido dirá Thomas (1976), cuando afirma que para los ancianos el miedo a morir es más intenso que el mismo miedo a la muerte. Y que esto es así, especialmente, en lo referido a la obsesión por no morir en soledad, el miedo a ser abandonados sin cuidado, a no ser atendido a tiempo y/o a ser encontrados en estado avanzado de descomposición, etc. Miedos a los que podríamos añadir el miedo a “la pérdida de control” (Kalish, 1976), que justifican actitudes y conductas de los ancianos, aparentemente sin relación con la muerte, o al menos sin relación directa, pero que puede hacer que su cuidado se convierta en una carga insoportable para sus familiares o cuidadores. O bien que obligue a éstos a darles una forma de trato que, por otro lado, supondría la pérdida de su dignidad personal lo que ocurriría si, por ejemplo, tuviese que actuar en contra de la voluntad del anciano o tomar decisiones que le atañen a él sin consultarle.
    A la vista de lo que hasta aquí he expuesto, parece que no existe una conclusión acerca de cuál es realmente la actitud que de manera genérica caracteriza la postura del anciano ante el hecho de su propia muerte. Y además de la influencia que las características personales y situacionales ejercen sobre dicha actitud, es necesario prestar mayor atención al análisis de las variaciones motivadas por los contextos culturales, ya que cada sociedad y su marco cultural tiene una manera idiosincrática de entender la vejez, la vida y la muerte. Por ello resulta inadecuado e impreciso trasvasar directamente los resultados de este trabajo efectuado en distintos medios culturales, sin verificar hasta qué punto son generalizables a otras maneras de concebir y entender los constructos analizados.
    No obstante, existe un nexo común en los distintos estudios efectuados sobre las actitudes del anciano ante la muerte, ya sea propia o ajena y es la constatación de que disponen de los recursos personales, de las experiencias previas necesarias para poder afrontar exitosamente su proceso de morir. Tan sólo sería necesario modificar las actitudes y prejuicios que hacen que, mientras vivimos y disfrutamos de otros períodos evolutivos, nos impulsan, soterradamente a rechazar el proceso de envejecer y de morir, entendiéndolos como algo de lo que se debe huir, que hay que evitar o ante lo que no se puede hacer nada. En su lugar e igual que durante todo el proceso de socialización se nos enseña a ser maduro, a ser padre, madre, trabajador, responsable… se nos debería también enseñar a afrontar aquellas situaciones y circunstancias por las que inevitablemente pasaremos y que, casi de manera innata, nos causan mayor temor. Y entre todas ellas la muerte ocupa el lugar principal.

    7. Algunas variables que determinan las actitudes del anciano ante su propia muerte.

    Hemos de tener presente que decir “ancianos” incluye en ese término una gran variabilidad en aspectos tales como la edad, el nivel socioeconómico o cultural, su personalidad, su estado emocional, nivel de apoyo social, etc. De forma que resulta inadecuado hacer generalizaciones sin tomar en consideración las matizaciones que a las mismas confieren la individualidad de cada sujeto y las influencias que cada una de esas variables pudieran ejercer sobre sus actitudes. Por ello se hace conveniente analizar, aunque también someramente y de forma asilada, algunas de las variables que han demostrado ejercer una mayor influencia sobre las actitudes de la población anciana hacia la muerte.

    7.1 La Edad

    La edad parece representar uno de los factores más importantes de la actitud hacia la propia muerte (aunque no se haya llegado a determinar con exactitud, que conozcamos, cómo interactúa con otras variables) estableciendo diferencias no sólo a niveles intergrupales, en el sentido de diferenciar a los ancianos de otros grupos de edad, sino también intergrupales, generando diferencias dentro del amplio rango de edad que abarca la denominada “vejez”. De esta manera y como demuestra Rubio Herrera (1981):

    En los intervalos de edad comprendidos entre 65 y 95 años la respuesta predominante es la aceptación de la muerte como algo inevitable. La muerte como algo deseado, como una liberación, se da segundo lugar.

    En el intervalo de edad de 85 a 95 años aumenta sensiblemente el porcentaje de aceptación; parece que la inminente proximidad a la muerte puede conllevar un mayor grado de aceptación.


    Conforme aumenta la edad cronológica decrece las respuestas de muerte como algo que deprime.

    A medida que aumenta la edad, parece haberse más importante la idea de que la muerte es el final inevitable de la vida y que nadie podrá impedirlo.

    Datos que permiten concluir a esta autora que las personas ancianas tienen las mismas actitudes ante la muerte que los sujetos de otras edades, aunque poseen por lo general, un sentido más real y concreto de que el tiempo de vida es para ellos más limitado que para los más jóvenes.

    7.2 El Estado Civil

    A diferencia de lo que ocurre con otros períodos evolutivos, el estado civil parece determinar las actitudes que los ancianos mantienen hacia la muerte. Así, se ha constatado que los ancianos casados muestran una mayor ansiedad ante la muerte que los viudos o los solteros (Wagner y Lorion, 1984). Quizás esto pueda ser así por la mayor preocupación por la situación tanto económica como emocional en la que pueda quedar el cónyuge una vez que el sujeto haya fallecido.

    7.3 La Religiosidad

    En general los estudios sobre la relación entre religiosidad y ansiedad ante la muerte considero que aún se muestran totalmente inconsistentes, ya que en los mismos estudios se han encontrado relaciones un tanto inversas, como curvilíneas, como inexistentes. Lo cual da pie a que cada investigador pueda llegar a conclusiones muy contradictorias con las de los demás.
    Así, quienes encuentran que a mayor nivel de religiosidad existe una menor ansiedad ante la muerte (Jeffers, Nichols y Eisdofer, 1961; Wolff, 1970; Gubrium, 1973) consideran que esto es debido al apoyo emocional y a que las creencias ayudan a afrontar el miedo. A estos efectos benéficos de la religión habría que añadir el mayor apoyo que reciben aquellos ancianos que pertenecen a una comunidad ya sea religiosa o no. En la sociedad actual, la religión no es ya la “piedra angular” que da sentido a las demás facetas de la vida, sino que tiende cada vez más a segregarse de las mismas. Ahora bien, la relación curvilínea entre creencias religiosas y ansiedad ante la muerte fue ya puesta de manifiesto por Hinton (1967) al comprobar que eran aquellos ancianos con un grado de confianza religiosa “media” (ya que presentaban dudas), los que mostraban mayores niveles de ansiedad ante la muerte. Así pues, sería el grado de seguridad (ya sea para creer en Dios como para no hacerlo) la variable más determinante en relación con la ansiedad ante la muerte.
    Sin embargo, las diferencias más significativas entre ancianos y otros grupos de edad parece centrarse en la necesidad de diferenciar entre las dimensiones de la religiosidad “intrínseco/extrínseco” (Allport, 1950). El hombre religiosamente “intrinseco” (aquel que considera la religión con un fin en sí misma, al que quedan subordinados todos los demás valores) es totalmente distinto en sus conductas y actitudes del hombre con una religiosidad radicalmente “extrínseca” (aquel que es religioso porque la religión le es útil para conseguir otras cosas tales como posición social, amistades, apoyo, etc.) En el caso de los ancianos, los trabajos realizados comprueban una elevada proporción de ellos que, por problemas de salud, no pueden acudir a los oficios religiosos. En estos casos la religiosidad “socialmente orientada” de estos ancianos se encuentra notablemente disminuida, aumentando en su lugar de forma compensatoria la religiosidad “cognitiva o intrapsíquica”. En función de esta distinción, Urraca (1982) demuestra que aquellos ancianos con una orientación religiosa más intrínseca presentan menor temor a su propia muerte, mientras que quienes muestran una religiosidad extrínseca tienen mayor temor y ansiedad ante su propia muerte.
    Pero el diferenciar entre religiosidad extrínseca e intrínseca tampoco está exento de polémicas en lo que se refiere a su relación con la ansiedad ante la muerte. De hecho, trabajos como los realizados por Blanco Picabia, Antequera y Torrico (1994) ponen de manifiesto que los ancianos con una mayor religiosidad, que además adquieren una orientación predominantemente intrínseca, son precisamente, quienes manifiestan mayores niveles de ansiedad ante la muerte. Por ello, considero que la vivencia religiosa, más que mitigar la ansiedad ante la muerte, pudiera estar sirviendo al anciano como un refugio para obtener consuelo ante la idea de su propia muerte.

    7.4 La Institucionalización

    Generalmente, la mayor parte de los estudios realizados sobre la influencia del tipo de respuesta (instituciones o familiar) concluyen que quienes viven en asilos/residencias manifiestan menor temor a la muerte y actitudes más positivas ante la misma. Pero a partir de los 85 – 95 años estas diferencias se minimizan y aparece un mayor grado de aceptación ante la muerte independientemente de que los ancianos estén institucionalizados o residan con familiares (Rubio Herrera, 1981).
    La muerte como una liberación, el deseo de morir, parece darse de forma más acentuada en persona que residen en instituciones. Sin embargo, se ha puntualizado que en esa actitud la influencia de estar viviendo en un asilo es sólo una variable más, que por sí sola no llevaría a estos resultados. Coinciden en el mismo sentido de esa actitud numerosas variables, tales como ausencia de familia o abandono de la misma, el deficiente económico, cultural, etc. Circunstancias todas ellas que Vignot (1976), en su estudio sobre La Vejez en instituciones, ha denominado la “pérdida de la personalidad social”. Sin embargo, y una vez más he resaltado las posibles modificaciones culturales que se pueden producir en la influencia que la institucionalización puede ejercer sobre la ansiedad ante la muerte. No obstante, sí he de resaltar las diferentes relaciones encontradas entre la ansiedad ante la muerte y otras variables como los niveles de depresión, el autoconcepto o la religiosidad en función del tipo de institución considerada. Por tanto, la institucionalización per se no parece ser el factor determinante de los comportamientos de los ancianos ante la muerte sino más bien el conjunto de variables relacionadas con esa forma de residencia, tales como el tipo de institución, la asistencia prestada al asilado y las características biográficas y vivenciales de los ancianos acogidos a la misma principalmente.
    A pesar de la diversidad, tanto de las actitudes individuales que los ancianos pueden adoptar ante la muerte como las variables personales y sociales que inciden sobre las mismas, consideró que hay algo que las trasciende y es que, si bien parece que en esté período evolutivo es frecuente la aceptación de la muerte y una mayor conciencia de que se acerca la muerte propia, lo que no está tan evidente ni generalizado es que los ancianos deseen esa muerte, no valoren vidas o no sientan el mismo temor y ansiedad que los más jóvenes ante la idea de “dejar de ser”. Por ello, y porque todos los que ahora estamos “jóvenes”, llegaremos en el mejor de los casos, a alcanzar esa “tercera edad”, es por lo que deberíamos contribuir a que la muerte de cada uno de esos ancianos que están próximos a nosotros adquiera, como mínimo, el mismo significado que la muerte de cualquier otra persona y se sienta tan queridos, valorados y dignos como todos, independientemente de nuestra edad y de las circunstancias en las que nos encontremos, deseamos y esperamos.

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